Con 15 años, Mohamad Majzum ya olvidó su infancia. Huérfano de la guerra en Siria tuvo que abandonar la escuela y trabaja 12 horas por día en un depósito de chatarra para alimentar a dos hermanos menores y una hermana.

Cada mañana a las seis en punto se dirige al trabajo donde funde metal en un gran caldero al aire libre durante toda la jornada. De noche, regresa a su casa y comprueba que sus hermanos y su hermana hayan hecho sus tareas escolares y les prepara la comida.  

Soy su padre y su madre», confió a la AFP, con su rostro y cuerpo cubiertos de hollín, en un depósito de chatarra en Al Bab, ciudad ubicada en el norte de Siria.

«Trabajo para que ellos puedan seguir con sus estudios porque no hay que privarlos de la escuela como a mí», añade.  

Tras una década de guerra en Siria, unos 2,5 millones de niños no asisten a la escuela y 1,6 millones corren el riesgo de abandonarla, de acuerdo a Unicef (Fondo de las Nacionds Unidas para la Infancia), que señaló el 20 de noviembre como el Día internacional de los derechos de los niños.

El 90% de los niños vive en la pobreza y más de 5.700, algunos sin haber cumplido aún los siete años, han sido enrolados para combatir en el conflicto, según Unicef.  

A falta de datos oficiales, se estima que la cantidad de niños trabajadores ha aumentado de manera permanente desde el comienzo de la guerra en 2011.

‘Sufrir como yo’

«Es algo evidente que el trabajo infantil ha aumentado en Siria (…) a causa de COVID-19 y la crisis económica, cada vez peor», señala a la AFP la portavoz de Unicef, Juliette Touma.

Subraya que los niños trabajadores en Siria «están expuestos a condiciones absolutamente terribles».

Mohamad Majzum, procedente de la ciudad de Maarat al Nooman, en la provincia norteña de Idlib, controlada por yihadistas y rebeldes, tuvo que abandonar la escuela a los nueve años para ayudar a su familia tras la muerte de su padre en un bombardeo perpetrado por el régimen de Damasco.  

Hace dos años, murió su madre. Entonces, junto a sus dos hermanos y su hermana huyó a Al Bab, ciudad controlada por milicias sirias pro-turcas.  

Allí viven en un apartamento de dos habitaciones, con las paredes agujereadas a balazos, y amueblado sólo con algunos colchones.

Su salario semanal es de apenas el equivalente a 5 dólares, pero él se las arregla para brindarles comida y útiles escolares a sus hermanos.  

«Trabajo para ellos. Quisiera que lleguen a ser médicos o maestros, no que sufran como yo», señala.   Pero una gran cantidad de niños sirios tienen pocas posibilidades de tener una vida digna.  

Amer al Shayban tiene 12 años. Trabaja en una refinería rústica en Al Bab. Con un abrigo negro y tocado con una gorra roja para protegerse del frío, arrodillado sobre el barro extrae trozos de carbón que guarda en una bolsa de plástico. Agachado bajo el peso de la bolsa, la traslada para alimentar un horno que emite humos tóxicos.